LA ESCUELA: UN RECURSO VITAL EN NUESTRA EXISTENCIA
Desde mi primer día en la escuela, las cosas no se me dieron bien por circunstancias diversas. Voy a citar algunas de ellas. La primera: en casa me inculcaron el miedo a los profesores; por lo tanto, mi trato con ellos no se dio en los parámetros del respeto y la admiración sino en el del temor y el horror. La segunda: ante la negativa de mi profesora de dejarme ir al baño, ese día, me oriné en los pantalones; circunstancia que fue motivo de risa y burla por parte de mis compañeros. Podrán imaginar la humillación por la que pasé. Tales situaciones serían el presagio negativo de una relación mía con el sistema escolar en los años venideros.
Sumada a estas, las agresiones físicas, verbales y psicológicas, por parte de los profesores, las padecí en primero, segundo y sexto grados. Razones que incrementaron mi sufrimiento y el desasosiego por la escuela. Así mismo, nunca congenié con las matemáticas, las ciencias naturales y las lenguas extranjeras (que contradicción, ahora soy profesor de inglés y veo con fascinación el discurso matemático y la física).
Lo mencionado anteriormente, entre otras circunstancias, hicieron de mi un estudiante poco consagrado. No digo que perdí tres años, digo, mejor, que reprobé tres grados escolares: sexto, séptimo y décimo. Reprobé sexto por mi inasistencia los dos últimos meses del año escolar. No asistí porque preferí pasar tardes de juego, risas y diversión con el hermano menor de mi papá, es decir, mi tío con quien compartimos la misma edad. Mas que un tío, Alvarito es mi hermano del alma a quien amo y con quien aún comparto las experiencias de vida. Así que no perdí el año, pues lo viví junto a un ser querido y de manera intensa y feliz.
Reprobé séptimo porque hice república independiente con mi compañero de puesto en clase, Hugo Caro. Nos encerramos en una burbuja y creamos un mundo propio, independiente de todos los demás. Conversábamos, jugábamos, reíamos, compartíamos nuestros gustos musicales, las onces, etc., sin importarnos lo que pasara a nuestro alrededor. Eso sí, éramos respetuosos con los profesores y demás compañeros. Por estar en este mundo propio, desatendimos la parte académica e incumplíamos con las tareas y deberes escolares en general. El resultado final: reprobación del grado y reprimenda por parte de nuestros padres. Tampoco fue un año perdido: ¿cómo iba a serlo cuando descubrí el verdadero valor de la amistad con alguien que influyó en mí, positivamente, para el resto de mi vida? Aún seguimos en contacto, compartiendo nuestra vida cotidiana.
Reprobé decimo por enamorado. Ella llegó al colegio cuando cursamos octavo grado. Nos hicimos amigos y al cabo de dos años, gracias al conocimiento mutuo y sincero, nos hicimos pareja (novios). Por viajar al extranjero, ella desertó del colegio y yo me quedé con los crespos hechos. Cuatro meses después también renuncié al colegio para pasar la pena y no hice nada más ese año. No obstante, no fue un año perdido. ¿Cómo iba a ser perdido cuando, a mis diecinueve años, experimenté los goces del amor en todo su esplendor tanto emocional como físicamente?
A pesar de mi poco juicio para el estudio, al repetir décimo grado fui consciente de la importancia de este en nuestras vidas. Entonces, todo cambió. Mis mejores años, en términos académicos, fueron el décimo repetido y undécimo en el que obtuve mis mejores calificaciones y aprobé sin recuperar o nivelar, por primera vez. Cuando me gradué, me faltaba un mes y cinco días para cumplir veintiún años. ¿Viejo? ¡Nunca!
Reprobar los grados mencionados, por las razones expuestas, resultó favorable, en mi existencia, por múltiples factores: primero, tantos años escolares me ayudaron a consolidar mi proyecto personal de vida. Ingresé a la escuela en el esplendor de la infancia, siete años; salí de ella hecho un adulto, pasando allí los deliciosos años de la adolescencia. En la escuela descubrí y experimenté el verdadero sentido de la amistad, el respeto y la honestidad conmigo mismo y para con los demás. Así como el placer del amor. A pesar de mi poca disciplina para el estudio aprendí mucho, pues siempre tuve actitud dispuesta para la adquisición de saberes en el marco de la participación, la crítica y el respeto por la enseñanza otorgada por mis profesores. En la escuela también tuve la dicha de conocer a mi grupo musical favorito que me marcaría para toda la vida: THE BEATLES (son grandiosos). Y quizá lo más importante: descubrí mi verdadera vocación: es paradójico que un estudiante poco consagrado resultara en el campo de la pedagogía como profesor de español y literatura e inglés, labor en la que ya llevo treinta y tres años. Si muriera y volviera a nacer, de nuevo sería profesor, pero en el discurso de las matemáticas y la física (las veo con fascinación y funcionales en la vida cotidiana).
Finalmente, por haber reprobado esos tres grados, pero logrando gran experiencia de vida, coincidí, en la Universidad Pedagógica, estudiando la licenciatura para ser docente, con la persona que me daría un adorable hijo: Daniel Cifuentes, el más bello fruto que le he podido dar al mundo. De no haber sido así, por estas reprobaciones, probablemente, mi vida hubiese tomado un rumbo menos afortunado.
En resumidas cuentas: si se sabe vivir, no se pierden los años. Cosa distinta es reprobar un año escolar. La vida siempre va a jugar a nuestro favor y nosotros estamos llamados a responderle de la mejor manera con el propósito de ser FELICES.
WILSON R. CIFUENTES L.
DOCENTE DE HUMANIDADES
BOGOTÁ, NOVIEMBRE 2 DE 2022